Querido Hospitalero: Confesiones de un Peregrino (y un poco de Gratitud)

¡Querido hospitalero, alma bendita del Camino, faro en la noche de ampollas y calcetines húmedos!

Esta carta no es una postal, ni un correo de esos con «asunto: mi vida ha cambiado gracias a ti» (aunque casi). Esta es una confesión. Una confesión sincera de alguien que, hace no tanto, aterrizó en tu albergue con la fe del carbonero y la apariencia de un náufrago. Recuerdo que llegué arrastrando mi mochila, que ya a esas alturas pesaba lo mismo que un elefante adolescente, y con una expresión facial que oscilaba entre la alegría del «he llegado» y la agonía del «¿dónde está la ducha?».

Tú, con esa sonrisa que parece entrenada para disipar nubes de tormenta y malas vibraciones, me indicaste mi litera. Esa litera, ¡ay, la litera! Al principio, la miras con un escepticismo de urbanita. «¿Y aquí se duerme?», te preguntas, mientras tu cerebro sigue procesando el ronquido grave del compañero de al lado y el murmullo de siete idiomas distintos confluyendo en una Torre de Babel del descanso. Pero luego, amigo hospitalero, tu litera se convierte en el trono de tus sueños más profundos, donde la manta de lana rasposa es más suave que la seda y el colchón, que antes parecía de piedra, se transforma en una nube de algodón. Gracias, en parte, a tu magia… y a los kilómetros acumulados, claro.

Recuerdo esa noche en la que un peregrino, poseído por el espíritu de la logística (o quizás por el ajo y la cebolla del potaje), decidió reorganizar el calzado de todos a las 2 de la madrugada. Yo, que ya casi había alcanzado el nirvana en mi litera, escuchaba el «clack, clack» de las botas y el suave resoplido del «organizador». Tú, hospitalero, con la sabiduría de un maestro zen y la paciencia de un santo, apareciste de la nada, resolviste el entuerto con un «shhh» y un movimiento de ceja que valía por mil sermones, y la paz volvió a reinar. Eres el sherpa de nuestras mochilas, el psicólogo de nuestras crisis existenciales y el gurú de la colada.

Y qué decir de la ducha. Esa ducha, tan ansiada como el Santo Grial. No importa si el agua sale fría, templada o a trompicones; no importa si tienes que hacer cola con un grupo de japoneses, unos alemanes y una familia australiana. El mero acto de la ducha en un albergue es una purificación. Sales de ella oliendo a limpio (o al menos, a menos sucio) y con la energía renovada para buscar tu ropa interior colgada entre los pinos. ¡Gracias por el agua caliente (cuando la hay) y por la comprensión de nuestras prisas matutinas!

Pero más allá de las literas, las duchas y los ronquidos sinfónicos, lo que verdaderamente nos regalas es la hospitalidad. Esa palabra que en el Camino adquiere una dimensión casi sagrada. Esa primera mirada de complicidad, el mapa desplegado en la mesa, el consejo sobre la etapa que viene, la oferta de un café caliente, o simplemente el silencio respetuoso cuando tu cuerpo solo pide paz. Eres el guardián de una tradición milenaria, el eslabón de una cadena humana que hace que este viaje sea posible para miles de almas.

Así que, desde el fondo de mi corazón (y de mis maltrechos pies), quiero darte las gracias, hospitalero. Gracias por tu paciencia con el torpe que no sabe poner la lavadora, con el roncador empedernido, con el que pregunta por quinta vez dónde está el supermercado. Gracias por tus consejos, por tu sonrisa, por tu presencia discreta pero fundamental. Eres la columna vertebral de este fenómeno universal, el héroe sin capa que nos ayuda a llegar a Santiago con el alma un poco más ligera y el corazón un poco más lleno.

¡Buen Camino, hospitalero, y que el Karma te devuelva multiplicado cada buena acción!

Con eterna gratitud (y sin ampollas por ahora),

Un peregrino más.


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Ernesto Diaz